“Tarde o
temprano lo encontramos. Es cuestión de venirse a encontrar.
Cosmopolismo. Cultura. Visión jajaja. Todo era perfecto antes de ti supongo, pero demasiado aburrido.
No tener un lugar fijo. Moverse de aquí para allá de tiempo en tiempo.
Madrid, Tokio, São Paulo, Estambul, Barcelona, Nueva York, Santa Mónica, jajaja.
A mi me encanta sentir el mogollón. Y montar un garito de arte.
Que la gente venga, se siente y nos los follemos con la poesía.
Música en acústico, pintura y letras.”
Cosmopolismo. Cultura. Visión jajaja. Todo era perfecto antes de ti supongo, pero demasiado aburrido.
No tener un lugar fijo. Moverse de aquí para allá de tiempo en tiempo.
Madrid, Tokio, São Paulo, Estambul, Barcelona, Nueva York, Santa Mónica, jajaja.
A mi me encanta sentir el mogollón. Y montar un garito de arte.
Que la gente venga, se siente y nos los follemos con la poesía.
Música en acústico, pintura y letras.”
Y yo quiero
ser Gran Vía un 17 de Enero, que sean las 9 de la noche. Y sentir el mogollón.
Intentar sin éxito evitar la colisión con el señor de enfrente, agarrarme el
bolso con reconfortante certeza ante tanto carterista pillo. Oír una voz a la
izquierda, ora alante, ora izquierda, ora derecha… ora atrás. Apagarme extasiada ante tanto tumulto latino.
Y el olor a churros con chocolate en el bar de la esquina. Recorrer como
hormiga más las anchas y pasillescas avenidas de un Madrid frio y seco,
orgulloso, pero agradecido y entero. Donde no soy más que una más, que ninguna,
o todas al mismo tiempo. Caminar haciendo sonar los pasos enmudecidos por el
ruido sin dueño. El paisaje es gris, y los árboles ya no tienen hojas, ¿Pero
qué más da? La ciudad respira con el aliento más ardiente, las luces desprenden
dorada prestancia y los Domingos huelen
un poco a joven promesa de Viernes, son en efecto como la ciudad; una tristeza
que se alegra hasta los límites que le acotes. Como un sueño totalmente nuevo
con suaves y reminiscentes notas. Como el callejón del Gato, como un follar
diferente, genuino y novedoso, pero con el sutil toque de un Deja´vu
fervientemente esperado.
Sentir la gélida brisa invernal que contrasta
con el vapor humeante del metro. Ir al chino. Un par de cigarrillos
primero. Antes de subir a casa, por
fuera, en la calle, donde saben a conmoción psicodélica. De las de levantar el
cuello y echar el humo hacia arriba, cerrar los ojos y fluir, de las de “todo
va bien”, de las de artista independiente, de las de mirar por encima del
hombro porque estoy loca. De las de os veo y os siento. De esas. Y echar el humo. No me gusta fumar
sola y no lo hago. El tabaco no sabe a alquitrán cuando se rebaja con
complicidad, alma y sentimiento
Yo quiero
despertarme un día en Tokio. Y sentir el sol que cuela por la cristalera,
irreverente. Despertarme de un letargo de 8 horas y mirar por la ventana. Y
verme a mí, bajo las calles, sintiendo por igual el olor a fideos y Led
refrito. Quiero mirar por la ventana y
reconocer mi proyecto. Salir a la calle con una puta sonrisa, aunque sea
macabra, la misma que me corroboraba desde ayer que me empapo extasiada por el
aroma de la vida local. Caminar entre el bullicio silencioso y educado del
perfecto convencionalismo. El desequilibrio equilibrado. La perfección
desperfeccionada para volver a perfeccionarla en forma de rascacielos
autosuficiente de 80 metros.
El tintineo
de las maquinas de Pachingo en cada esquina, un cartel rojo puta que me invita
a entrar, carteles verticales que se extienden callejón abajo con más cupo que
habitantes, una bestia que hierve bajo
el carácter acomplejado de una sociedad soterrada, productiva, obediente.
Esperando para explotar, una bomba de relojería envuelta en purpurina, ruiditos
y luces de meretrices. Shinobi que me vigila desde silencios esbeltos que
concuerdan con mi visión.
Yo soy Tokio, cuando lloro sin lágrimas en los
ojos, víctima de la lluvia que cae gris simultánea y en cortina en la terraza,
¡Bella! No se ve a nadie calle abajo, tan solo a un solitario enjuto que fuma
refugiado debajo de una cornisa.
Y quiero ser
São Paulo un 24 de Diciembre. 8 y media
de la noche, verano. Veo atardecer, la playa está desierta. El blanco, ora
color crema oscura, de la arena contrasta con el azul anaranjado de aguas
iluminadas tímidamente por un par de rayos de sol. Opacas sombras de astro
padre y luna despeinada el paisaje. Hogueras que se encienden cuando los
corazones se comienzan a extinguir. La suave brisa estival y vespertina mece
las llamas como si de sus vástagas se tratasen.
Nosotros echados a corro, una copa de vivos colores en la mano, una
guitarra apoyada en el costado, y una canción en el pecho.
Las risas se
confunden con las sílabas, y nos balancea el soplo de un mar en calma, nos
dejamos bambolear, como quien se deja querer, por una naturaleza amiga y
aliada. Estamos todos sin camisa, y sentimos el tacto cálido y absorbente de
los finos granos de arena impactando suaves con la piel. De menú chocolate, también del blanco, nos
miramos a los ojos y todo queda en silencio, no hay nada que decir.
Y quiero
beber Bósforo entre caóticos inciensos al más puro estilo “Süleyman
Kanuni”. Fundirme entre las sombras de
prestancia e inmensidad de Santa Sofía,
mirar hacia arriba y no terminar de verla, contemplarla un rato para
observar el aire que no respiro.
Inspiradora de lo colosal, belleza de los dos mundos. Saltar al bazar entre en
el laberíntico de sus pasillos, cúpulas en lo alto y bajo, ocres estampas.
Respirar los aires del pasado,
entre telas y especias, entre el arco y la piedra. Y adentrarme, zambullirse en vete tú a saber,
en donde Mehmed perdió la chola.
Reencontrarse en medio de la cacofonía visual de tanta manta, lámparas,
tesoros y baratijas. Escalar hasta el Gálata y estremecerse ante la visión de
las dos tierras fundidas en una, entre la divergencia y un todo. En donde modernas factorías, atascos en medio
del puente al salir del trabajo, edificios de apartamentos, y el recuerdo de
cuando todo aquello no eran más que tierras de cultivo, conviven con la
historia viva de una tierra que sabe a su propia tierra como ninguna. İstanbul.
Y quiero ser
Barcelona, y las ramblas, y Diagonal Mar, y El Raval y Sitges. Quiero perderme
entre dos calles y fundirme entre sus rugidos. Y respirar del frescor cultural,
de la eterna primavera de su alma, y hasta de consensuada línea recta de su
arquitectura. Quiero, escupir sobre la
anodina diversión de tu turismo. Y no ser más que un mero mosaico de Gaudí en Parque Güel. Quiero degustar el más puro
sabor tumaca de un pan de pueblo, y descubrir recóndito el museo de Cera y
beber un par de cervezas, o tres, con las hadas en su bosque. Quiero sentarme
en un banco de piedra con ellas, y comentar la decadencia consciente y
autorizada del barrio gótico. Quiero volver a casa bien entrada la mañana,
paseando con el mar, con la cara, hecha polvo el suelo de sus transeúntes.
Pimplarme con la cultura que nunca duerme, como un dominguero que se levanta a
las 5 de la mañana para coger sitio pero al revés. Descarriarse entre las
agradables maravillas corruptoras de tus gentes. Salir del bar y que el sol me
queme las retinas. Preguntarle a mi compadre ¿Hoy qué es, Lunes?, que pase un
anciana del lugar y nos mire con mala cara, disfrutar de la satisfacción de
vivir de nuestra gentucilla y del mendigo de la esquina, que hasta es artista.
Salir de recitar con nada más que con los bolsillos llenos de palabras, una
caja de pizza con el queso pegado y los oídos zumbando. Quiero que la gente
pase transversal y nos ignore, quiero descubrir el universo autártico e
infinito de cada garito secreta y humildemente camuflado en medio de cualquier
calle más, y entrar en él y que se pare el tiempo. Y que nos abofetee de golpe
al salir, como una puta divertida, pero ¡Qué cobre factura!
Que nadie
nos entienda, pero que todos nos respeten, pagar millones por robarme el tiempo
y conocer a quien nadie conoce. Y mantenernos los unos a los otros. Como un
gueto, o un circuito cerrado abierto a todo. Quiero mirarte al espíritu y que
no me importe de dónde eres, ni a que vienes, solo estar hoy aquí, y ostentar
el mayor deleite, el de seguir estando mañana aquí. En BCN.
Y por querer
quiero New York, como un mogollón más pero con ese gran detalle que lo inclina
todo diferente. Caminar como tunante yanqui más por anchas aceras, y cruzar sin
mirar la 2ª con la 3ª, y que un taxi amarillo me pite mientras me insultan en
más de veinte lenguas. Quiero sentir la prestancia de la bandera a cada
esquina, atiborrarme a perritos del carro solo para poder sacar la cartera y
pagar con los verdes, solo por poder sentir el tacto veterano de haber pasado
por miles de manos, y tener el placer de arrugarlo entre la mía y sentirlas
todas. Oír una melodía en acústico de una guitarra española a seis mil
kilómetros de su casa, adorar hasta el color del aire y no saber muy bien
porqué. Mirar el mundo a través del NTSC, con todo igual, pero totalmente
diferente. Quiero también New York en sus suburbios, poesía terrenal que cuando
dice mierda quiere decir mierda. Tiene algo que me fascina y seduce. Hermética
en políticas, quiero padecer las intrincadas miradas de un par de chicos
problemáticos, sabiéndome extrajera, a punto de echar. A correr, correr por Central Park como si no hubiera mañana,
sintiéndome libre entre un oasis de luz entre los humos lóbregos del ladrillo y
cemento. Y por Wall Street, para ir a
gritar en medio de un tumulto de 10 minutos, ahogar las penas y frustraciones
entre gritos de banqueros, Brokers e inversores desalmados varios. Tocar la
campana y que me salven, que empiece la jornada.
Reconfortarme
con el candor de la tierra de los inmigrantes, donde el local es el verdadero
ajeno. Sentir que todo vale, y que puede
ser y pasar. Tener la oportunidad en la palma de la mano, ni más aquí ni allá.
Solo aquí, al más puro estilo Living in
America, comedia de comediante.
Santa
Mónica, y sí, la quiero para mí. En
ningún otro lugar el sol es más naranja al atardecer, o un maníaco y torturado
fulano puede meterse una raya de coca al lado de un patio de colegio. Escribir
petulante desde gomorra, California. ¿En qué otro lugar del mundo podrías narrar para una empresa que llevase por nombre “Sucker” y que te respetasen
por ello?
Inhalar el
eterno e ineludible verano de los 80 en sus palmeras, luces de mercadillo
vespertino que contrastan con el ajetreo de los crossovers de artistas muertos
de hambre metidos a peces gordos.
Sentarte en una terraza y sentir que has triunfado aún sin centavo en el
bolsillo. Eso es Santa Mónica. Vivir la belleza de vivir por y para la carcasa.
Que la imagen sea la única imagen, el culteranismo elevado a lo absurdo.
Brillo, buenas caras, y vómitos en el aparcamiento de la esquina. La decadencia
bien conservada y prolongada también tiene su encanto. Sentarse a ver como se destruye y se vuelve a
construir al unísono. Pasmarte con la noria del paseo marítimo y que te roben
la cartera. Un chalet ostentoso tras la sombra de un par de cartones al lado de
la entrada del perro. El equilibrio de
una tierra que puede ser y no quiere, que quiere más, y de una forma totalmente
caprichosa y grotesca. No importa quién
se lo de, no tiene dignidad, no la conoce. Vive rápido, al día, hoy lo tienes
todo, mañana eres despreciable.
Me gusta lo
grotesco y la locura, viene a recordarnos el preciado don de la cordura. Y lo
poco que vale. Y lo poco que sirve. Me gusta Santa Mónica, y su espíritu del tú
no, y yo sí. Vivir mientras estás en la ola, la de un piso pequeño pero con
estilo. Y luego escupirle como un perro que muerde la mano que le da de comer.
Me gusta la comedia, es una forma diferente de decir la verdad. Y esta belleza tiene mucho de chiste. Y
quiero Santa Mónica.